
Único e inagotable, el amor del Sagrado Corazón por cada uno de nosotros fue llevado hasta extremos inimaginables.
¿Cómo no tener, en consecuencia, una confianza absoluta en la misericordia divina, a pesar de nuestras miserias?
¿O quizá incluso por causa de éstas?
El Corazón que nos amó hasta el final
Consideremos que para que se obrara la Redención bastaba que Jesús, cuyos actos tienen méritos infinitos, hubiera ofrecido a Dios Padre un simple gesto, una sola mirada, o incluso una corta palabra. Sin embargo, por su ilimitado amor a la humanidad manchada por el pecado de Adán, quiso sufrir las ignominias de la flagelación, las humillaciones del Ecce Homo, el agotamiento del Vía Crucis, los tormentos de la Crucifixión hasta la Muerte.
Habiendo el Redentor exhalado su espíritu (cf. Mt 27, 50), parecía que todo había concluido, cuando el evangelista introduce en su relato este pasaje relativamente largo, compuesto por siete versículos, pero omitido, no obstante, en los sinópticos, quizá por haber sido San Juan el único de los apóstoles que estuvo al pie de la Cruz, por lo tanto, el único de los evangelistas que fue testigo ocular.
Nuestro Señor Jesucristo derramó hasta la última gota de su sangre en la cruz con el deseo de rescatar al género humano, desviado por el pecado de nuestros primeros padres. Y si hubiera sido necesario habría hecho ese supremo sacrificio para salvarnos a cada uno de nosotros individualmente.
De ese holocausto nació la Santa Iglesia, erigida por el Señor para restaurar y perfeccionar el estado de gracia perdido por el hombre con el pecado original. Sociedad perfecta y visible, purifica las almas por el Bautismo, les administra los sacramentos y las hace partícipe de la vida divina, con vistas a la eterna bienaventuranza.
Ante tan insondable manifestación de bienquerencia, es imposible dejar de sentirse amado por Dios a pesar de nuestras miserias. Incluso después de habernos revolcado abundantemente en el fango del pecado, podemos contar con los infinitos méritos obtenidos por el Sacratísimo Corazón de Jesús durante su Pasión, pues en virtud de la luz primordial que Él puso en nuestra alma, reflejo de sus propias perfecciones, hará de todo para rescatarnos.
Incluso nuestras miserias ofrecen al Corazón de Jesús la oportunidad de manifestar su infinita bondad y su inconmensurable deseo de perdonar, redundando todo para mayor gloria de Dios.
Debemos, por tanto, llenarnos de confianza y apartar la menor incerteza con relación al amor del Creador por nosotros. Pero sobre todo necesitamos entregarnos en las manos de la Divina Providencia, sin pensar jamás en conseguir cualquier beneficio personal desvinculado de la gloria del Altísimo. Pues cualquier bien que podamos excogitar para nosotros no será nada en relación con esa participación en las perfecciones divinas que Él nos ha reservado desde siempre.
Así pues, cuando cerremos los ojos a este tiempo y nazcamos para la eternidad, tendremos una gloria esencial y accidental inimaginable, participación de la gloria misma de Dios. ¿Por qué? Porque cuando Dios nos recompensa —enseña San Agustín— Él corona sus propios dones.
Conscientes de esta maravilla, confiemos en este Sacratísimo Corazón que nos ha amado hasta el final, y se inclina mucho más sobre las criaturas cuanto más necesitan del perdón.
* * *
Un complemento indispensable para estas consideraciones es una obligada referencia a Aquella cuyo Inmaculado Corazón, en palabras de San Juan Eudes, está tan unido al de su divino Hijo al punto de formar ambos uno solo: el Sagrado Corazón de Jesús y María.
Y al igual que Jesús consideró a todos los hombres en el Huerto de los Olivos, así la Madre de la Iglesia debe haber vislumbrado en aquel instante a todos los que deberían formar parte del Cuerpo Místico de Cristo.
La grandeza del Inmaculado Corazón de María es un misterio que nuestra inteligencia no alcanza. Sin duda, Ella rezó en el Calvario por todos. Y hoy acompaña desde el Cielo las dificultades y alegrías de cada uno de sus hijos, dispuesta a atendernos con indecible afecto, ternura y cariño.